Con aletas de buzo y escafandra, mi pijama de nubes de recién levantada y una maleta sin ruedas en cada mano, con adhesivos de Burgos y Segovia.
Como aun así no todo cupo, la cafetera, mi crema antiarrugas y tu retrato pendían de mi espalda, dentro de la mochila rota de los años felices.
Fue un milagro coronar sin manos la escalera, pero conseguí llegar (aún no sé cómo).
Desde el trampolín, a tantos metros, se ve tan poco que no se siente miedo.
En el extremo de la tabla una pegatina rezaba: “¿Está usted seguro?”, y luego proseguía, pero en letra más pequeña. Y cuando me acerqué (mujer orquesta) para leerlo, me topé de bruces, con la gravedad primero y con la realidad después.
Pero esta historia es sólo para mí.
Ante la gente siempre juraré que me tiré… y de premio nada menos.
En triple pirueta mortal solté las maletas en el aire (contaré) y una vez en el agua las recogí al vuelo, cual malabarista experto.
Diré que me colgaron del cuello la medalla del segundo, que siempre será más creíble que la del primero.
Y de los puntos de sutura en la cabeza, baste decir que fue un resbalón tonto, de vuelta a casa, regresando embriagada tras la celebración de la victoria. Al fin y al cabo, no se gana una plata todos los días.
Y tú, lector burlón, que te estoy viendo, no creas que no aprendí nada de esta historia: en mi próximo salto no olvidaré llevar las gafas puestas bajo mi escafandra rosa chicle de la tienda de los chinos.
Ilustración de Jesús Bermejo
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