Conozco mil ciento cuatro formas
de echarte de menos.
Compro un billete, vuelta abierta,
a mis recuerdos,
antes de que caigan pájaros muertos
desde el cielo
y abro con mimo el portón de tu sonrisa callada.
Entro despacio.
He de buscarte, descalza,
a ratos sobre piedras, hierba o brasas,
retirando las ramas enredadas de los cipreses tristes
que me dan la bienvenida con respeto.
Te encuentro.
Me esperabas...
y sonríes.
Mas no alargarás tu brazo hasta mi brazo,
no me invitarás a que me quede.
Dejarás que me vaya, o me harás ir.
Te echo de menos. Mil ciento cinco.
Extraño nuestros pedazos de vida entre corchetes,
bajarnos de nuestros trenes en marcha sin que nadie se dé cuenta
y perdernos por las calles donde nadie nos conoce.
Y no hacernos preguntas.
Y no contar el tiempo que nos queda.
Y ganarle la carrera a tantas cosas que nos pisan los talones.
Intentas convencerme de que esta casa de paja aguantará.
Quiero creerte, igual que quiero abrazarte: a ojos cerrados.
Te echo de menos. Mil ciento seis. A ti y mi entendimiento. Pero a ti más.
“Se pasará” me digo. “Sólo es un rato”.
De puntillas me alejo, y tú me dejas.
Salgo de tu sonrisa callada y cierro con llave.
Vuelvo al sitio que me toca. Ya me duermo.
Al otro lado del cristal de mi ventana, una nana sin letra me arropa el sueño.
En picado, mil ciento siete pájaros muertos empiezan a llover.
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